jueves, 30 de junio de 2011

Consideraciones de Doce ANACORETAS




En cierta ocación un grupo de doce anacoretas, sabios, santos y espirituales se reunieron y se exigieron que cada uno dijese aquello en lo que se esforzaba en su celda y lo que en ella consideraba espiritualmente.



1. Y dijo el primero, el más anciano de todos: “Yo, hermanos, desde que empecé a morar aquí, me crucifiqué del todo a mí mismo en todas mis obras exteriores, recordando lo que está escrito: “Rompámos sus coyundas, sacudamos su yugo” (Sal 2, 3). Y edificando como un muro entre el alma y las obras corporales, pensé para mí: “Del mismo modo que el que está detrás del muro no ve lo que hay fuera, del mismo modo no quieras ver tus obras exteriores, sino mírate a ti mismo, apoyándote todos los días en la esperanza en Dios. Por eso los malos pensamientos, deseos, los considero como prole de serpientes y escorpiones. Y si alguna vez siento que nacen en mi corazón los conmino violentamente y los arrojo con ira. Y nunca ceso de enfrentarme con mi cuerpo y mi mente para no hacer nada malo.”



2. El segundo dijo: “Yo desde que renuncié al mundo, dije: “Hoy he vuelto a nacer, hoy he empezado a servir a Dios, hoy he empezado a morar aquí: pórtate cada día como peregrino y el día de mañana serás libre. Esto pienso conmigo mismo cada día.”



3. El tecero dijo: “Yo al amanecer subo a mi Dios y adorándole me postro, confieso mis culpas, y bajando, adoro a los ángeles de Dios, pidiéndoles que rueguen a Dios por mí y por todas las criaturas. Y cuando he terminado, desciendo al abimso, y como lo hacen los judíos en Jerusalén, que se golpean y con lágrimas y llanto lloran la desgracia de sus padres, yo del mismo modo atormeto mis propios miembros y lloro con los que lloran.”



4. El cuarto dijo: “Yo estoy aquí como si morase en el monte de los Olivos con el Señor y sus discípulos. Y me dije a mí mismo: “A nadie trates según la carne sino imita a quellos en su trato siempre celestial, como María a los pies de Jesús sentada y escuchando sus palabras. Vosotros pues ser perfectos, como es perfecto vuestro Padre celestial (Mt 5,48), y Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón (Mt 11, 29 ).



5. El quinto dijo: “Yo miro a los ángeles que suben y bajan llamando a las almas y espero mi fin diciendo: A punto está mi corazón, Oh Dios, a punto está mi corazón. (Sal 108, 2).



6. Dijo el sexto: “Yo he decidido escuchar cada día las palabras de Dios que me dice: Trabajad por mí y yo os daré el descanso. Luchad todavía un poco y veréis mi salvación y mi gloria. Si me amáis, si sois hijos míos, acudid con oración al Padre. Si sois hijos míos, acudid con oración al Padre. Si sois mis hermanos, avergonzáos por mi causa, como yo padecí tanto por vosotros. Si sois ovejas mías, seguid la pasión del Señor.”



7. El séptimo dijo: “Yo medito continuamente y me repito a mí mismo sin cesar, acerca de la fe, esperanza y la caridad, para que por la esperanza, viva con alegría, por el amor nunca jamás cause pena a nadie y fortifique mi fe.”



8. El octavo dijo: “Yo espero al diablo que busca a quien dovorar, y donde quiera que él va le espero con mis ojos interiores y apelo al Señor Dios contra él, para que no haga mal y no venza a nadie, sobre todo entre los que temen a Dios.”



9. El noveno dijo: “Yo cada día contemplo la iglesia y sus virtudes angélicas, y veo al Señor de la gloria en medio de ellas brillante sobre todas. Cuando me aparto de esto subo al cielo, contemplo las admirables bellezas de los ángeles y los himnos que dirigen continuamente a Dios y sus dulces tonadas, y repito sus cantos y voces y su suavidad, para recordar lo que está escrito: Los cielos cuentan la gloria de Dios, la obra de sus manos anuncia el firmamento (Sal 19, 2). Y pienso que todo lo de la tierra es ceniza y basura.”



10. Dijo el décimo: “Yo establecí junto a mí al ángel de mi guarda y me guardo a mí mismo recordando lo que está escrito: Pongo a Yahvéh ante mí sin cesar, porque él está a mi derecha no vacilo (Sal 16, 8). Por eso le temo para que me guarde en sus caminos y suba cada día a Dios, dirigiendo mis obras y palabras.”



11. Dijo el undécimo: “Yo establecí conmigo mismo imponer a mi persona las virtudes de la abstinencia, castidad, benignidad, amor, y rodeándome con ellas, donde quiera que voy me digo a mi mismo: ¿Dónde están sus secuaces? No te acobardes, no desfallezcas, teniéndolas siempre junto a tí. A los que gusten, háblales de la virtud, para que después de su muerte sean testigos tuyos ante Dios, porque encontraron la paz en ti.”



12. Dijo el duodécimo: “Vosotros, Padre, tenéis muchas cosas celestiales y poseéis la sabiduría del cielo. Yo no tengo nada de eso. Os contemplo en las alturas y os considero muy superiores a mí. ¿Qué puedo decir?. Por vuestra virtud habéis sido elevados de la tierra y sois ejernos a ella. ¿Qué puedo decir?. No mentiré si os llamo ángeles terrestres y hombres celestiales. Yo empero me juzgo indigno, veo que mis pecados, donde quiera que voy, van delante de mí a derecha e izquierda. Me coloqué a mi mismo en el infierno diciendo: Estaré con aquellos que son dignos de mí, con estos te encontrarás dentro de poco tiempo. Por eso veo gemidos y lágrimas incensantes que nadie puede narrar: veo el rechinar de dientes, el levantarse de los cuerpos que tiemblan de los pies a la cabeza,y arrojándome al suelo, besando la ceniza, ruego a Dios, que no experimente jamás la caída de aquellos. Veo un inmenso mar de fuego ardiente, y las olas de fuego parecen alcanzar hasta el cielo, y en aquel mar tremendo veo innumerables hombre hundidos y agresivos que gritan y aullan a una sola voz, como nunca había oído gritar a aullar en la tierra, ardiendo como áridos matorrales y a la misericordia de Dios que se aparta de ellos por sus injusticias. Y entonces sufro por el género humano, que se atreve a hablar o esperar algo, estando el mundo lleno de tantos males. Y mantengo mi mente, meditando con llanto lo que dice el Señor, juzgándome indigno del cielo y de la tierra, considerando lo que está escrito: “Son mis lágrimas mi pan, de día y de noche.” ( Sal 42, 4 ).



Estas son las respuestas de los sabios y espirituales Padres y venga sobre nosotros su digna memoria, para que podamos mostrar con obras los relatos de sus vidas, para que convertidos y hechos inmaculados, perfectos e irreprensibles, agrademos a nuestro Salvador. Al que sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

sábado, 18 de junio de 2011

DISCIPLINA CLAUSTRAL






CAPÍTULO I



EN QUE CONSISTE LA DISCIPLINA CLAUSTRAL



“Amad la disciplina, no sea que se enoje el Señor y perezcáis en el camino.” (Sal 2, 12).



La disciplina claustral, si se cumple con exactitud, conduce a una gran perfección, preserva de la condenación eterna y otorga una corona muy alta en el reino celestial.

Consiste la disciplina en tres cosas principalmente: que se guarde bien el silencio, que se celebra devotamente el oficio divino y que el trabajo se ejerza con diligencia.

Donde florece la disciplina hay mayor paz y aprovechamiento espiritual. Donde la disciplina languidece, crece la debilidad, tienen entrada los vicios y se enervan las virtudes.

Donde se mantiene la disciplina, está presente la gracia del cielo, florece la devoción, tiene sabor la lectura, se endulza la meditación, la oración se enfervoriza, resuena la acción de gracias y la voz de la alabanza, la mente se llena de alegría, se ilustra el entendimiento, la carne se marchita y se eleva el espíritu.

Quien ama la disciplina, alegra su conciencia, adquiere buena fama, aumenta para sí la gloria eterna.

El amante de la disciplina custodia su boca, busca la soledad, huye del tumulto, evita la risa, estima el llanto para encontrar a Jesús indulgente y amigo.

Quien busca estar fuera de la disciplina, incurre en los lazos del diablo y pierde la devoción de la mente.

En tres lugares debes hallarse a gusto con los religiosos por la disciplina común: en el coro para salmodiar, en la celda para escribir y leer, en el refectorio para comer sobriamente y oír la palabra de Dios.

Dondequiera que se lea la palabra de Dios, allí obra ocultamente el Espíritu Santo, arguyendo a los malos de de pecado y confortando a los buenos por la esperanza y consuela de las Escrituras, para que avancen más y mantengan frecuentemente la disciplina de la orden. La carta a los Hebreos amonesta en estos términos: Soportad la disciplina y Dios os tratará como a hijos (Hebr 12, 7). Por esto ora David diciendo: Enséñame la bondad, la disciplina y la ciencia (Sal 118, 66). Y en otro lugar, recomendándola mucho, dice: Tu diestra me fortalece, y tu disciplina me enseñará (Sal 17, 36).

Gran don de Dios es poseer la ciencia de las Escrituras, pero parece preferible guardar la disciplina de la orden. Por eso Cristo, nuestro sumo Maestro, al enseñar a los discípulos la ley de vida y de disciplina, les habla de este modo: Si esto aprendéis, seréis dichosos si lo practicáis (Jn 13, 1/). Pues en tanto uno es más dichoso delante de Dios en cuanto es mas fervoroso por la observancia de la disciplina.

Dos bienes persigue toda disciplina regular: que se cumplan diligentemente las constituciones y que los negligentes sean corregidos según sus culpas. Es propio de un religioso bueno y devota hacerse violencia contra la naturaleza mal inclinada, someterse espontáneamente a la disciplina y no pasar por algo ningún desorden. Porque quien ama la disciplina es sabio y será enriquecido por muchas virtudes. Mas quien odio las correcciones es necio y carecerá de honra.

Fíjate en las costumbres del monje disciplinado: no es ligero en sus palabras ni mira de una parte para otra, sino que camina en el temor de Dios y hace sus obras con diligencia, guardando el silencio y amando la tranquilidad de la celda. No murmura, no habla mal de nadie, sino que confía a Dios todo juicio, poniéndose a sí mismo ante sus ojos, y no habla de las cosas que no le han sido confiadas, para dedicarse con más libertad a sí mismo; porque es necio en extremo quien descuida las cosas propias y su entromete en las ajenas.

Guarda, por tanto, la disciplina en todas partes y tendrás paz y gloria grandes.

Procura evitar lo que es indigno. Haz con prontitud lo que agrada a Dios, y no quebrantes la disciplina de la orden por no disgustar a los hombres.

Obra neciamente quien obra contra su conciencia e incurre en ofensa a Dios a causa de los hombres. Pues quien no cumple su deber deshonra a Dios por la prevaricación de la Ley

Si vieres a alguno obrar con negligencia, corrígele como a un hermano, y muévele a la enmienda, pero no sigas su error, ni le ames tanto que consientas con él en mal: no sea que caigas con él y perezcas.

Todo el que es celoso de la disciplina de la orden y recibe las correcciones de buen grado y con alegría, obtendrá de Dios una gracia especial, y en el día de su salida del cuerpo no temerá la mala nueva, antes se alegrará con los elegidos por el premio de su trabajo, según las palabras de Cristo: Bien, siervo bueno y fiel; porque has sido fiel en lo poco, entra en el gozo de tu Señor (Mt 25, 23).

Quien es negligente y despreocupado ofende a Dios y a los hombres; y es peor que el paralítico que yacía en la camilla: porque éste sufría un defecto de naturaleza, pero aquel es vencido por la inercia del corazón.

Es de más virtud dominar las pasiones que ahuyentar a los demonios. Y supone mayor caridad amonestar al desidioso que dar limosna.

¿Qué fervor puede haber en aquel a quien causa hastío la oración y le agrada charlar? Ninguno en absoluto. Pues si ardiera por dentro, evitaría externamente las conversaciones inútiles.

Pero cómo puede uno ser encendido en el fervor del espíritu? Haciéndose frecuentemente violencia contra las malas costumbres y manteniendo el rigor de la orden en la forma que le ha sido señalada.

El tibio siempre se queja de la pesadez de la disciplina; el fervoroso la abraza con alegría.

Pero dices: “Temo romperme la cabeza y debilitarme demasiado”. ¿Qué dices, tibio y disoluto? No sabes lo que sufres. ¿Temes lo pequeño y no temes lo grande? ¿Temes el dolor del cuerpo, y no temes el remordimiento de la mala conciencia? ¿Temes ayunar, temes vigilar, temes guardar silencio, y no temes ser quemado en el fuego, atormentado por los demonios y excluido del reino de Dios? Vano es este temor: pensar con frecuencia en la pequeña aflicción del cuerpo, examinar sólo los males presentes, y no parar la atención en aquellas cosas que eternamente salvar o condenan.

Vuelve a tu corazón; vuélvete hacia Dios que te ha creado; espera en Él y Él te ayudará. Si no puedes servirle sano, sírvele débil, y te coronará de rosas y lirios suavísimos con los santos mártires en el cielo, porque soportaste en la tierra dolores y fatigas.

Por consiguiente, por un pequeño amor de la vida corruptible no admitas cosas ilícitas; no busques los consuelos del siglo; apártate de las conversaciones impertinentes; dedícate a los estudios sagrados; conserva la disciplina; subyuga la carne; cumple la obediencia y salvarás tu alma, según la palabra de Cristo: Quien aborrece su alma en este mundo, la guarda para la vida eterna (Jn 12, 25).

No tengas familiaridad con el indisciplinado; no aprendas sus ligerezas y seas semejante a él para confusión de su orden. Únete al religioso de buena costumbres y al verdaderamente devoto, para que siempre seas edificado en el bien.

Un solo indisciplinado y charlatán inquieta a muchos, y quien le reprime obra muy bien. Ese tal debe ser corregido e increpado muchas veces para que deje sus debilidades y vuelva a los ejercicios devotos.

Que nadie se excuse malamente por otro; por el contrario, que piense en su propia salvación; y el tiempo que le ha sido concedido procure gastarlo con fruto, como dice San Pablo: Mientras hay tiempo, hagamos bien a todos (Gal 6, 10). Obra el bien para aquel que guarda diligentemente la disciplina y en el convento da buen ejemplo a los demás.

Dichoso aquel religioso que se esfuerza por vencer en todo, porque será coronado por todo lo que sufre por Cristo. Para mantener el vigor de la disciplina espiritual, San Pablo exhorta a sus discípulos diciendo: Por lo demás, atended a cuanto hay de verdadero, de honorable, de justo, de puro, de amable, de laudable, de virtuoso, de digno de alabanza. A eso estad atentos y practicad lo que habéis aprendido y recibido y habéis oído y visito en mí (Fil 4, 8-9). Ya veis qué solícito fue San Pablo por la observancia de la disciplina, y por dar buen ejemplo a sus sucesores. En efecto, acumula para sí gran mérito en el cielo quien ama la disciplina en sí y en los demás.



CAPÍTULO 2



DE LAS DIVERAS TENTACIONES Y ASECHANZAS DEL DIAB LO.



En todo lugar pone el diablo asechanzas a los buenos y a los devotos, pero sobre todo a los religiosos congregados en una orden bajo una disciplina. Por lo cual, el primer pastor de la santa Iglesia, San Pedro, pone en guardia a los fieles diciendo: Velad; porque vuestro enemigo el diablo como león rugiente, da vueltas buscando a quién devorar; anual resistidle; resistidle fuertes en la fe (1 Petr 5, 6-9). Por esto también San Juan clama en el Apocalipsis, poniendo sobre aviso: ¡Ay de la tierra y del mar, porque descendió el diablo a vosotros animado de gran furor (Apoc 12, 12).

En verdad que el diablo tienta a los siervos de Dios con más fuerza para abatir la excelencia del estado religioso; y los ataca con mayor asiduidad que a los seglares, porque tiene envidia del resplandor de la santidad de los devotos que viven en la continencia.

Sabe, en efecto, que en el cielo serán premiados más altamente aquellos que vivan más puramente en el mundo. Por tanto, cuanto más fuertes sean las tentaciones, si resisten virilmente y se vencen a sí mismos, tanto más glorioso serán ante Dios en el futuro, porque lucharon con valentía.

Desde que el diablo fue arrojado del cielo por su soberbia, no deja de vara vueltas a la tierra, buscando a quién engañara con malas insinuaciones y herir por la delectación morosa, para hacerle perder la gracia de Dios y arrastrarle, finalmente, con él a la eterna condenación. Y así como en otro tiempo tentó al primer hombre en el paraíso y a los homos de Israel en el desierto, así también ahora tienta y persigue a los religiosos en el claustro, para que vivan remisamente y quebranten sus leyes; para que resistan a los superiores y les desobedezcan, a fin de que, depravados con estos contagios, pierdan la gloria celestial, y tenga él motivo para acusarles gravemente en el juicio.

Hay, pues, que vigilar en todo tiempo y andar con cautela en todo lugar, no sea que Satanás encuentre a los siervos de Dios desidiosos y desarmados, pues él nunca duerme ni se cansa; por el contrario acosa a diestra y siniestra. Fácilmente sorprende a los perezosos; y son éstos los que trabajan poco y quieren comer bien. A los desarmados, en seguida los hiere; y son éstos los que rara vez oran y conservan en su corazón muy poco de la sagrada lectura. A los que divagan los corrompe con atractivos, a los ociosos los encadena con fábulas, para que descuiden sus deberes y estorben a los demás. Incluso a los que obran bien los aparta del bien comenzando; a los que quieren orar o leer les hace dormir; a quienes se esfuerzan por levantarse los retiene en el lecho.



No hay lugar en el claustro que Satanás, el enemigo de los religiosos, deje de visitar, con tal de arrebatar y perder aunque sólo sea una oveja del rebaño de Cristo. Por lo cual es Pastor celestial toca en alto voz la trompeta de la salvación, y dice a sus ovejas: Vigilad y orad, para que no entréis en tentación (Mc 14, 38). Como si dijera: El lobo rapaz de vueltas en torno a vuestra morada; la antigua serpiente busca astutamente un resquicio para entrar en lo más íntimo de vuestro corazón y clavar el diente por le ira y acariciar por la torpeza. Estad., pues, alerta y orad de corazón y de palabra día y noche, porque por todas partes os amenaza la guerra y nada hay seguro bajo el cielo, y muchos adversarios preparados para la batalla envían agudas saetas y ponen lazos a vuestro pies para que caigáis en el camino recto y os aparatéis del propósito santo. No obstante, permaneced firmes y luchad valientemente por vuestras almas. Yo, el Señor, estaré con vosotros. Observad con cautela qué clase de imágenes se os presentan, ya sean del mundo, ya de la carne. Cerrado la puerta de vuestro corazón y armaos con el signo de la cruz para que no entre el diablo, porque viene a tentaros y a induciros al consentimiento en el pecado para que ofendáis a Dios y perdáis su gracia.

“Oh vosotros, religiosos y amigos de Dios!; guardaos de las astutas y mortíferas insinuaciones diabólicas, y no os detengáis en ellas; antes, al contrario, así que sintáis movimientos ilícitos, apartad vuestra mente e invocad al nombre del Señor doliéndoos del mal que se os ha presentado y pensad en Dios y en cosas espirituales, y ejercitaos en el santo dolor de vuestros pecados. Si lo hacéis así, huirá el diablo confundido y se acercarán los santos ángeles enviados para consuelo vuestro, los cuales confortarán vuestras manos contra los poderes aéreos.

Permanecer, pues, en el temor de Dios y vigilad siempre el comienzo de la tentación, y orad con gemidos del corazón en espíritu de humildad.

No sintáis cosa grande ni laudable de vosotros mismos, sino reconoceos verdaderamente hombres frágiles y siervos inútiles. Todo lo bueno que conocéis y hacéis atribuidlo por entero no a vuestra industria y trabajo, sino a la gracia y misericordia divinas.

A nadie teme y evita tanto el diablo como al humilde y al que se desprecia a sí mismo. Y contra nadie tiene tanto poder como contra el soberbio y el que presume de sí. Cuídate, por tanto, de la soberbia si no quieres sufrir la ruina. Si no deseas ser engañado y suplantado, no te ensalces ni te gloríes vanamente.

Por más que el monasterio esté en la soledad, no estás, con todo, libre de tentación, pues el diablo tentó en el desierto a Cristo, que estaba lleno del Espíritu Santo.

Por consiguiente, mientas vivas es necesario luchar contra las asechanzas del diablo y las propias pasiones. Y si alguna vez del demonio te deja en paz por algún tiempo, lo hace para engañarte; para que, cuando estés indefenso y remiso, pueda derribarte súbita e inopinadamente.

Te tienta en el coro para que reces con hastío y atiendas poco al sentido de las palabras. Hace volver a la mente las imágenes de las cosas exteriores que anteriormente has visto y oído para quitarte el fruto de la oración y hacerte el coro pesado.

Te tienta en el refectorio para que comas más y más exquisitamente o murmures de algún defecto.

Te tienta en la celda para que trabajes con desidia, o rara vez ores, o leas poco, y salgas pronto de allí, y te pongas a charlar, y regreses tarde.

Te tienta en tiempo de silencio para que hables sin permiso; y si se puede hablar, en seguida te estimula a la vano y perjudicial para que manches la conciencia y ofendas a tu hermano.

Por tanto, vela y ora siempre a Dios para que te dé gracias contra las astucias de Satanás, que acecha a los consagrados a Dios tanto en las cosas prósperas como en las adversas.



CAPÍTULO 3



DE LA VERDADERA CONVERSIÓN DEL HOMBRE A DIOS, QUE ES EL SUMO BIEN.



Muchas son nuestras desviaciones de Dios, sumo bien, porque, por la propia iniquidad y gran fragilidad, pronto nos deslizamos a desear las cosas inferiores y terrenas, las cuales no pueden saciarnos ni tampoco permanecer con nosotros. Es, pues, necesaria una vuelta cotidiana a Dios, del cual muchas veces nos apartamos hacia nosotros amándonos desordenadamente; o también mirando vanamente a alguna criatura o usando mal de ellas y preocupándonos más de las cosas temporales que de las divinas.

Muchas veces también sentimos gran antipatía por las cosas saludables que favorecen o fomentan la disciplina, y deseamos tener las que son cómodas y agradables, sin fijarnos qué nos dice la conciencia y cuánto desagrada a Dios nuestro apartamiento de él hacia estas cosas caducas. Y aunque sepamos de alguna restricción a favor de la virtud, comenzamos a oponernos tenazmente a sus propósitos y a pensar bajamente de él, y decimos que no hay que hacerle caso. Y este error se halla en la mayor parte de los religiosos, que desean seguir su inclinación contra el beneplácito de Dios y el parecer de su superior, sin acordarse del grave juicio que les espera si confían en sí mismos y en sus propias fuerzas más de lo que conviene.

Esto procede de la soberbia del corazón y de la tentación del diablo, que busca atraer a la laxitud de la carne a quienes luchan por aprovechar en el espíritu. Pues no basta para la verdadera conversión del hombre el cambio del hábito secular, que puede hacerse en un día o en una hora, sino que la verdadera y religiosa conversión se realiza cuando uno se esfuerza por vencer sus vicios y su dedica con gran fervor a las virtudes.

Debemos, por tanto, en cuanto sea posible, los que llevamos un hábito religioso, apartar nuestro corazón de todas las cosas materiales y visibles y elevarnos a contemplar el rostro invisible de nuestro Creador, y tender siempre a las cosas del cielo; y todos los días ya todas horas, siempre que tengamos lugar la divagación de la mente, suplicar humildemente el perdón y suspirar con el profeta: “Vuélvete a nosotros, Dios, Salvador nuestro y aparta tu ira de nosotros (Sal 84, 5). Cuando hacemos esto, Dios recibe con agrado nuestras súplicas y se alegran los santos ángeles en el cielo, porque nos volvemos de todo corazón a Dios nuestro Seor, que es la dicha de todos los santos.



Satanás, por el contrario, trata de alejar al alma religiosa de este sumo bien y apartarla en diversas ocasiones y tentaciones. Suscita pensamientos de soberbia, ira, de gula, de impureza, de envidia, de discordia, de dureza, de mentira, de blasfemia, de desconfianza, de pusilanimidad, de inconstancia, de abatimiento, de negligencia y de otros muchos males que sería largo enumerar; y se esfuerza en retraerla de la dulzura de las cosas celestes y de la pureza angélica y en retenerla por mucho tiempo en cosas bajas y vanas para que, por la excesiva dificultad de vencer las tentaciones, deje de buscar e invocar a Dios, y de este modo posponga, como por cansancio del bien, todo aprovechamiento espiritual y todo trabajo por la guarda del corazón.



Estas son las obras del enemigo, arrojado de la faz del Dios del cielo. (Porque cuando él separado de Dios, trama toda clase de males contra los que obran bien; sobre todo cuando quieren orar y recogerse interiormente y pedir perdón por sus delitos. Impío es grado sumo, acecha astutamente a todos los buenos. Teje sutilmente su red por todo el mundo y la extiende por todas partes. Tienta a monjes y a monjas, y súbditos y a prelados, a ver si logra prender aunque sólo sea un pez en el anzuelo de la concupiscencia y trasladarle de la piscina claustral a la orilla del siglo, donde sufra el contagio del mal por la vista, el oído y por la multitud de locas y vanas alegrías.



Por lo cual, el religioso, siervo de Dios, guarde diligentemente sus caminos y reprima las divagaciones tanto de la mente como de la imaginación, no sea que pierda el sumo bien, que no puede ser poseído con cosas vanas. En seguida que se sienta arrastrado e impedido, vuelva a Dios por la oración y contrición, y ore y diga con el santo David: Mis ojos están siempre en el Señor, porque Él es quien saca mis pies de la red (Sal 24, 15). Porque, así como pecando y deleitándose en las criaturas, el hombre es hecho prisionero del demonio, así por el arrepentimiento, se vuelve a Dios y recupera su libertad. Pecando queda sucio, frío y árido; pero orando y llorando las faltas cometidas, se limpia, enciende y recibe el riego de la gracia divina. Y muchas veces, escarmentando por la facilidad de su desliz, queda instruido y afianzado a guardar mayor cautela y rigor.



Está verdaderamente convertido y no lleva en vano el nombre y el habito de religioso aquel que muere por completo al siglo y gusta de vivir solamente para Cristo; aquel que refiere a Dios, en último término, todas sus obras y pensamientos; aquel que en todas sus palabras y obras busca y desea únicamente la honra de Dios y la alabanza de su nombre, no queriendo retener nada para su amor propio y su propia comodidad; aquel que se ofrece y eleva a sí mismo con todo el bien que se hace en el cielo y en la tierra, dando inmensas gracias a Dios, sumo bien, de quien desciende y dimana todo bien creado.



CAPÍTULO 4

DE LA OBEDIENCIA DEL SÚBDITO HUMILDE PARA CON SU PRELADO



Al buen súbdito pertenece abrazar alegremente el mandato de la obediencia y no retener nada de la propia voluntad, sino, a ejemplo de Cristo, confiarse voluntariamente en las manos de Dios y de su prelado, porque éste es el don más grato que puede ofrecer a Dios.



Guárdese, pues, todo buen súbdito de juzgar temerariamente a su prelado y escudriñar curiosamente sus caminos; al contrario, interprete siempre en buen sentido sus palabras y obras. Y si aparecen en él cosas menos útiles e incluso verdaderos defectos, no le desprecie ni le arguya, sino excúsele y sopórtele piadosamente; y si es preciso, avísele caritativamente por sí mismo o por otro más idóneo, porque lleva sobre sí un gran peso. Pida también por él en secreto para que Dios le guarde y conforte, pues no hay nadie en toda la casa que tenga todos los días tanta solicitud por todos.

Verdaderamente, rara vez se encontrará un prelado que pueda satisfacer a todos o agradar a cada uno, según su deseo. Por tanto, debe ser ayudado y honrado por los súbditos y soportado por todos, y excusado ante los monjes imperfectos, que pronto se enfadan cuando se les resiste y se les niega algo. Él es ciertamente quien tiene que soportar a todos, quien está presente en la boca de todos y a quien fácilmente se le imputa lo que está mal hecho o sea le juzga por lo que está a medio hacer. Pero esto no es virtuoso, ni tampoco el deseo de los envidiosos que buscan en el prelado únicamente lo que pueden echarle en cara. No se ha de dar crédito ni estar de acuerdo con aquel que difama a su superior y busca razones para no obedecerle, no queriendo someterse al vicario de Cristo, que habla por boca de Dios para la salud del súbdito, constituido bajo el poder del superior.



Muy soberbiamente piensa y peligrosamente obra quien abunda pertinazmente en su sentido, de suerte que anteponga su propio parecer a la ordenación del superior. Mas el que atiende al mérito de la santa obediencia y piensa en la obediencia de Cristo y en la vida de los santos, se afana sin dilación ni murmuración por cumplir lo que se la ha mandado, sin tratar de averiguar por qué se lo han mandado, sino que incluso lo que parece pequeñez insignificante lo eleva dignamente por la virtud de la obediencia y lo convierte en provecho de su alma. Esto sí que es muy laudable y honesto y sumamente meritorio entre las obras meritorias y más seguro par la propia conciencia. Porque es propio de los súbditos someterse humildemente a los consejos de los mayores y obedecer a los prelados con docilidad.



He aquí la máxima sabiduría: no fiarse del propio talento y preferir la obediencia sencilla a todas las razones y cosas particulares. Quien hace esto agrada a Dios, y será querido por su prelado, al cual dará favorable cuenta de él ante el tribunal de Dios. Un súbdito así alivia mucho la carga de su prelado y mira salientísimamente por sí en el futuro para no verse en gran peligro en el juicio de Dios.



Quien desea alcanzar pronto la suma perfección procure, ante todo, perfeccionarse en la obediencia.



Grande y egregia virtud es la simple y pura obediencia, que no sabe de tardíos cumplimientos ni busca argumentos para eximirse, sino que cumple los mandatos sin quejarse. Por esto se le debe una gran corona, y recibirá la palma con los mártires, porque luchó valientemente y sometió la naturaleza, obedeciendo hasta la muerte. Porque es cosa recia vencerse por completo y negarse a sí mismo por la obediencia. Este es el mayor elogio de los monjes, la más bella corona de todos los buenos religiosos.



Feliz y venerable obediencia, predicada y observada por nuestro Señor Jesucristo, eterna sabiduría del Padre, con estas palabras: Porque he bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió (Jn 6, 38). Y cuando iba al lugar de la pasión oró de este modo con abnegación absoluta de la propia voluntad: Padre, si no puede pasar esta cáliz sin que yo lo beba, hágase tu voluntad (Mt 26, 42).



También dio muestras de ella con prontitud y la expresó plenísimamente la bienaventurada Madre de Jesús, la Virgen María, respondiendo al ángel con estas palabras: He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra (Lc 1, 38). Así conviene, así debe esforzarse por hacer y decir el buen súbdito ante el superior con humildad y reverencia: “Heme aquí, padre, como decís y resolvéis, asó lo haré a gusto según mis fuerzas”.



En verdad que esta virtud se prefiere a las víctimas y dones; ésta borra los males pasados, preserva de los futuros, aminora el castigo y salva de la condenación eterna. Por ella se hace el hombre agradable a Dios y tan familiar a Cristo que merece ser su hermano: Quienquiera que hiciere la voluntad de mi Padre, que está en los cielos, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre (Mt 12, 50).

¡Qué preciosa es esta virtud en los súbditos, que les pone delante de Dios a resguardo de las culpas de que les acusan! Todo el que escoge y mantiene este virtud se encamina seguramente a la patria que Adán y Eva perdieron por su desobediencia, y que Cristo y María nos recuperaron obedeciendo. Era santa y simple obediencia aprovecha más que la doctrina profunda; es más útil que el poder y más segura que la dignidad o prelacía. Y si la obediencia se halla juntamente con ciencia y dignidad, en alto grado ha de ser recomendada aquella alma y tenido por muy grande entre los santos.

El ejemplo de perfecta obediencia resplandece en el patriarca Abraham, que por obedecer a Dios salió de su patria y parentela y se mostró preparado para inmolar a su propio hijo único. Por lo cual mereció ser bendecido por voz celestial y nombrado padre de muchas gentes y honrado por todos los siglos.

A esta utilísima virtud de obediencia exhorta la carta a los Hebreos: Obedeced a vuestros pastores y estadles sujetos, que ellos velas sobre vuestras almas, como quien ha de dar cuenta de ellas, para que los hagan con alegría y sin gemidos, que esto sería para vosotros poco venturoso (Vd. 13, 17).



Esta santa obediencia, absolutamente necesaria para la salvación, la recomiendan muchos testimonios del Antiguo y del Nuevo Testamento, y los ejemplos devotísimos de los santos. Las leyes y los códigos de todos los pueblos dictan que tal obediencia se ha de mostrar a los mayores y superiores con humilde sometimiento y reverencia.



Recapacite, por tanto, aquel a quien le cueste obedecer y trata muchas veces de excusarse o apartarse astutamente de la obediencia, qué súbditos quisiera tener él; ciertamente buenos y humildes, y no rebeldes. Procure, pues, ser tal para su prelado como quisiera tenerlos él si fuera elegido para presidir. Aprenda antes a someterse humildemente a otro y a obedecer reverentemente par ser digno de instruir a los otros y poder gobernar útilmente, y no se vea sorprendido con una gran responsabilidad ante Dios si exige de los otros aquello que él no cumple.



¿Cómo puede conservarse el estado religioso del convento en los claustros, si los súbditos no obedecer a sus prelados? Porque si todos quieren gobernar y cada cual trata de hacer lo que le place, habrá gran confusión y turbación; la disciplina perecerá, crecerá la disolución, el temor de Dios se irá alejando y reinará la libertad de la carne. En efecto, donde la obediencia no se cumple y se venera poco al prelado, el buen gobierno cae por tierra.



CAPÍTULO IV

DEL LA GUARDA DEL CORAZÓN Y DEL RETORNO AL INTERIOR



Aunque el hombre se inclina fácilmente a lo exterior y su apetito sensitivo toma con gusto algún consuelo de las criaturas, debe procurar volver prontamente a sí mismo por la contrición del espíritu: no sea que pierda interiormente mayor gracia, porque se torna inconstante y resbaladiza si sigue sus deseos de ver y tener curiosidades.



Por lo mismo, vigila constantemente en la guarda del corazón y recógete oportunamente en tu interior. Oblígate, con violencia si es preciso, a entrar en lo más profundo de tu corazón, ya que, si dentro no hay paz, nada te aprovechará lo que externamente consigas de las cosas terreas.



Es muy útil para la paz y custodia del corazón ordenar discretamente sus ocupaciones exteriores reservándote algunos ejercicios espirituales, de modo que sepas cuándo debes leer, cuándo debes orar, cuándo trabajar, cuándo meditar, cuándo estar callado, cuándo hablar, cuándo estar solo, cuándo con los demás; y haz todas las cosas a su tiempo con buena deliberación, y nunca estés libre de alguna obra santa o de algún ejercicio piadoso.

Hay ciertas cosas que debes evitar completamente: las conversaciones frívolas y las noticias del siglo, el trato con mujeres, las familiaridades con los jóvenes, las visitas de los amigos, los saludos de los huéspedes, porque esto distrae la mente y mancha la conciencia, y quien goza con tales cosas se empobrece de los bienes internos.



Hay otras que debes conservar con energía: el rigor de la observancia en el silencio, en el ayuno, en las vigilias y en las demás austeridades que miran al castigo del cuerpo, ya que si el cuerpo no está sujeto al freno de la disciplina monacal, se vuelve contrario al espíritu y suscita en el alma muchas tentaciones que ciegan el entendimiento y enfrían el fervor de la devoción.



Hay cosas que debes soportar pacientemente: la falta de las cosas temporales, la incomprensión de los buenos, las vejaciones de los enemigos, las enfermedades del cuerpo, las costumbres de los imperfectos, la severidad de las palabras, la falta de consuelo interior y las aflicciones de los amigos, en lo cual se prueba el hombre y se purifica como en el fuego y si usa bien de estas contrariedades, le reportarán el mérito de una gran recompensa eterna.



Hay también cosas que debes rechazar en seguida: los vicios manifiestos y los pecados contrarios a los mandamientos de Dios y a las virtudes. A veces se insinúan ocultamente bajo la forma de dispensa lícita; pero, otras muchas, la concupiscencia o la tibieza estimulan más allá del límite de la necesidad; de donde es preciso prevenirse contra el veneno de la seducción. Por tanto, según el consejo del sabio, guarda tu corazón con toda diligencia para que no entre nada impuro que ofenda a Dios. Si notas ser arrastrada por algún vicio, aplica oportunamente el remedio: no sea que, por diferirlo demasiado, aumente la pasión y sea peor. No hay vicio tan grave que no pueda ser Urano si se manifiesta la herida y se hace el consejo del médico espiritual. Pero una cosa es conocer el remedio y otra aplicarlo. Muchos saben muy bien lo que hay que hacer o evitar, pero no ponen diligencia para la custodia del corazón y de la boca; y por esto, a la más leve ocasión, son arrastrados a los vicios de antaño.



En este vida, que es toda ella tentación, es necesario luchar cada día, hacer propósitos firmes e implorar la divina gracia; hasta que esta vida lúbrica y de lucha interior haya terminado.



No se encuentra acá en la tierra el remedio que cure completamente todas las enfermedades de los vicios, se suerte que no se sienta ningún movimiento de concupiscencia, ya que esto es un don de la futura bienaventuranza, prometido a los santos. No obstante, con la ayuda de la gracia, pueden ser refrendados los movimientos pecaminosos y evitadas las ocasiones de pecar y lavadas por la penitencia las muchas contraídas a lo largo del día.



Gran trabajo es guardarse de los vicios que nos invades y no ser afectado por las cosas sensibles externas. Pues o te mueve el Creador o la criatura; y así según el estado de la mente, son conmovidos con facilidad los afectos del corazón y los miembros del cuerpo, y nada se hace de palabra o de obra que no proceda de la raíz del corazón. El hombre bueno saca cosas buenas del buen tesoro de su corazón; y el mal, malas, dice el Señor (Mt 12, 35).



Debes, pues, velar mucho por la custodia del corazón y considerar qué pensamientos y deseos llevas dentro, para rechazar pronto los malos y seguir los buenos, y pensar siempre y solícitamente en la mayor utilidad de tu alma, según aquellas palabras del profeta: Mi vida está en constante peligro, pero no he olvidado tu ley (Sal 118, 109). Si esto hizo el santo rey David, poseyendo el cuidado de todo el reino, ¡cuánto más el religioso, que ha hecho profesión a Dios, debe tener siempre presente, descuidadas todas las preocupaciones terrenas, la salvación eterna de su alma!



A la pureza del corazón ayudan mucho la soledad y el silencio: estudiar, leer, orar, meditar y no querer saber nada de las cosas del mundo, porque muchas veces dañan más las cosas malas oídas que aprovechan las buenas leídas en los libros. Pues apenas se halla una acción tan buena que no esté mezclada con algún mal. Y en toda palabra o acción el enemigo tiende sus lazos para retraer la mente de su dedicación interior. Conoce ciertamente el corazón humano, y sabe muy bien que, si no se deleita en el bien, pronto se desliza hacia el mal.





CAPÍTULO 6



DE LA GUARDA DE LA BOCA Y DEL EJERCICIO DEL TRABAJO



Pon un candado a tu boca, porque es preciso que des cuenta de toda palabra ociosa (Mt 112, 36). Si alguno cree ser religioso y no refrena su lengua –dice el apóstol Santiago – se engaña, porque vana es su religión (Santiago 1, 26). Pues del descuido de la lengua suelen venir muchos males, de los cuales está libre el hombre silencioso, y no tiene necesidad de confesar su culpa. Procura, por tanto, estar callado voluntariamente y precaverte de palabras ociosas, porque la conversación prolongada extingue la devoción, engendra la disipación, hace gustar mal el tiempo, daña la conciencia y ofende a los demás.



El silencio es una norma antigua de los religiosos introducida por los Santos Padres y observada con gran diligencia. Quien la quebranta a la ligera, ofende a Dios y a todos los santos.



Cristo dijo: Sea vuestra palabra: sí, sí; no, no. Todo lo que pasa de esto, de mal procede (Mt 5, 37). Enseña, según esto, a hablar breve y llanamente cuando está permitido; mas, cuando no lo está, hay que callar.



Si quieres guardar bien el silencio, huye de la gente y vete a un lugar oculto para orar, o a la celda para leer o escribir. Mejor sería que leyeres un salmo o recitaras la oración dominical por tus pecados o por tus amigos que perder el tiempo charlando de cosas profanas.



El no hacer nada y charlas de cosas ociosas no ha de llamarse verdadera recreación, sino más bien execración, cuando se olvide la obra de Dios y se dicen tonterías. Ve, pues, a tu obra y trabaja en la viña de Dios por el denario de la vida eterna; para que no te recrimine el padre de familia: ¿Qué haces aquí todo el día ocioso? (Mt 20, 6).



Alaba la Escritura al que obra bien, recompensa Cristo al siervo fiel, reprende al perezoso y díscolo, manda que se le quite la gracia concedida y le sea dada al que obra con más fervor. Pues vendrá el tiempo en que no podrás trabajar más ni hablar un sola palabra por la grave enfermedad. De este modo debes estar prevenido y temblar siempre ante la última hora, para que no te encuentre con las manos vacías.



Por esto dijo Jesús a sus discípulos: Es preciso que yo haga las obras del que me envió mientras es de día; venida la noche, ya nadie puede trabajar. Mientras estoy en el mundo, soy luz del mundo (Jn 9, 4-5). Toma, pues, ejemplo de Jesucristo, de San Pablo, de San Antonio, de San Agustín, de San Jerónimo, de San Benito, de San Francisco, de Santo Domingo y de todos los Santos Padres que escribieron las reglas de los monjes y fundaron una religión. En verdad, mucho trabajaron éstos en la orden, y por la vida eterna castigaron duramente sus cuerpos con muchos ayunos, en soledad y silencio, con vigilias y oraciones, y con otras observancias y trabajos muy del agrado de Dios, en el servicio del Señor.



¿Qué, pues? ¿Piensas que charlando y yendo de aquí para allá conseguirás la corona gloriosísima, que los santos de Dios han alcanzado derramando su sangre y soportando gravísimos tormentos? De ninguna manera. Sino que, si no hiciereis penitencia – dice Jesús - , todos igualmente pereceréis (Lc 13, 3). Dura sentencia, pero útil para tu enmienda y para guardar la disciplina. Corrige ya tu vida y no temerás el castigo, sino que tendrás la gloria eterna.



CAPÍTULO 7

DE LA RECOMENDACIÓN DE LA CELDA Y DE LA SOLEDAD





Quien ama la celda y mora en ella a gusto, está libre de muchos pecados y tentaciones. Cuanto más asiduamente se la habita, tanto más agrada y se la ama. Cuanto más negligentemente se guarda y rara vez se entra en ella, tanto más se teme y causa hastío.



Dichoso aquel que la ama y la habita, porque la unción del Espíritu Santo le instruirá. Dichoso aquel a quien le ha sido dado habitar la celda y persevera en ella hasta el término de su vida. ¡Ay de aquel que, a la más ligera ocasión , la abandona y le gusta estar fuera!: pronto será seducido y sorprendido y perjudicado.,



Por no haberla buscado con afán, muchos fueron arrojados a las obras del siglo en diversas ocasiones y se perdieron de mala manera.



¡Pobres de nosotros si no podemos perseverar en ella hasta tanto que nos reporte el fruto maduro” Así debe conducirse el hombre: como si cada día tuviera que ira al sepulcro, pues para éste la celda no es hastío, sino morada de paz. Y así como para el hombre constante la celda es una paraíso, de la misma manera es para el inquieto una cárcel y un cepo.



Cosa buena es y digna de alabanza estar alegremente encerrado allí por Dios. Pues muchos santos mártires fueron encarcelados y condenados por causa de Cristo. Elige, por tanto, estar atado allí espontáneamente, para que puedas ser igualado a los méritos de los santos.



Impúlsate el temor de Dios más que el hierra, la caridad más que la necesidad declarada. Si no te retiene el amor, al menos el temor de Dios. No estás mal atado si, espoleado por el temor del infierno, te encierras para penitencia de tus pecados. Están mal atados los que buscan divagar con el corazón y el espíritu. Está bien encerrado el que está consagrado a Dios y no está inclinado a salir fuera de la celda.



Si quieres permanecer en ella, no estés nunca ocioso. La acidia y el ocio echan de la celda al monje charlatán. El que ama el silencio y trabaja con tranquilidad, será buen custodio de la celda.



Si te asalta el tedio de la celda, agoniza en ella por Cristo, y no permitas ser arrojado de ella por cualquier motivo. Si permaneces constante, pronto tu cárcel se convertirá en paraíso de placer. Los santos, retenidos en las cárceles a causa de Cristo, fueron con frecuencia visitados por los ángeles y consolados abundantemente. A ti también, si te encierras en la celda pacientemente por Cristo, te llegará pronto, por la misericordia de Dios, la luz celestial, el gozo de la buena conciencia y gran aprovechamiento espiritual.



Quien reside en la cela está libre de muchos peligros. Quien va de una parte a otra está expuesto a otros tantos.



No pueden ser suficientemente explicadas las ventajas de la celda, como tampoco los inconvenientes de los que viven fuera de ella. El que guarda la celda es como el que guarda la boca: no oye las murmuraciones, no percibe los murmullos, no ve las vanidades, no es arrastrado a las ligerezas.



El buen amante de la celda, o lee, o reza, o gime, o medita, o escribe, o corrige libros, o hace cualquier otra cosa buena.



El buen amador de la celda es ciudadano del cielo, amigo de Dios, compañero de los ángeles, conocedor de los secretos, expulsor de los demonios, guerrero contra los vicios, despreciador de lo mundano, libre de preocupaciones, poseedor del descanso y de la paz, amador de las Escrituras, especulador de la verdad, gustador de la pureza, continuo en la oración, recogido en santa meditación y destructor de toda divagación.



Piensa que solamente Dios y tu estáis en el mundo, y tendrás gran tranquilidad en tu corazón.



Recuerda que el ángel halló a María orando En su habitación, no fuera, hablando con los hombres. Pues quien desea conocer los secretos celestiales es necesario que se aleje de los hombres. Así, en efecto, hizo Moisés, el cual, abandonada la multitud de los hombres permaneció a solas con Dios en el monte, para ser digno de recibir la ley del Señor. lee alguna vez estas cosas para que te sea dulce el morar en la celda.



CAPÍTULO 8

DE LA CELEBRACIÓN DEL CORO Y DEL OFICIO DIVINO



El coro es el lugar sagrado de Dios y de los santos ángeles; allí se celebra el oficio divino con la presencia de los ministros de la Iglesia, que cantan himnos con reverencia y devoción.



Como los ángeles en el cielo, así los religiosos están ordenados en el coro. La misión de los ángeles es alabar siempre a Dios; la de los religiosos es salmodiar y rezar atentamente. Procura estar y cantar en el coro como si estuvieras en medio de los ángeles.



Acuérdate de Jesús, tu amado Señor, recostado en el pesebre, o colgado de la cruz, o sentado a la diestra del Padre, como si estuvieses y cantases delante de Él. Esté Él en tus labios para pronunciar abierta y claramente las palabras del Espíritu Santo; por cuya obra y gracia ha sido ordenado el oficio.



Por a Jesús a tus derecha y a María a tu izquierda, y a todos los santos a su alrededor. Todos tus hermanos sean para ti como los ángeles de Dios.



Y con quienes cantas ahora en la tierra confía que habrás de cantar también en el cielo.



Una vida pura y una conciencia tranquila se goza en las alabanzas divinas. El hombre inquieto y tibio reza con sueño y cansancio.



Si vences la pereza y apartas tu corazón de las distracciones, preparas el camino a la devoción, y siempre te alegrarás al fin.



Las muchas preocupaciones ahogan la palabra de Dios y los largos coloquios causan la distracción de la mente. Lo que el hombre hace antes, esto mismo con frecuencia se la presenta después en la oración. Allí no viene el enemigos si no es para sembrar cizaña.



El devoto del coro sólo mira por Dios y por sí mismo, como si estuviese transportado y elevado en el coro celestial.



Terminadas las cosas que componen el oficio divino, no te entregues al exterior, no vayas a perder la gracia que has conseguido por la oración; sino más bien debes reconcentrarte después de expresar los deseos de tus labios y permanecer ajeno a todo ruido de una mayor acción de gracias, rumiando lo que oíste cantar.



¿Qué aprovecha alabar a Dios durante una hora si en la siguiente comienzas a tratar cosas profanas e inútiles? No comprometas el fruto precioso de tus cánticos y el trabajo de la obra de Dios por chistes vanos y tonterías; pues de esa forma desaparece pronto la devoción que se guardaba bajo el freno del silencio. Y cuando sientas cansancio por algún oficio largo, piensa que, una vez terminado, volarás al cielo. Y si esto no te ayuda, acuérdate que es más llevadero velar y cantar tres o cuatro horas que arder un sola en el purgatorio.



Es ciertamente de gran mérito asistir a las sagradas horas canónicas y recitar las alabanzas de Dios con alegría, en compañía de muchos hermanos en la santa iglesia.



Si no podemos orar sin interrupción o contemplar con los perfectos, debemos al menos, poner toda diligencia en ciertas horas destinadas a esto, para salmodiar atenta y devotamente.



En tan santo servicio no sólo ganas tú, mereciendo del Señor la eterna recompensa, sino que también puedes ser útil a todos los fieles de Cristo y sobre todo a los difuntos, implorado la gracia y el perdón en las horas canónicas del día y en las misas; y tanto más plenamente cuanto más asidua y fervorosamente ores por todos.



No dejará de tener su justo premio cualquier palabra dicha atentamente. Como también serás severamente castigado por todo lo que recites con negligencia. No es, en efecto, pecado ligero estar en presencia de Dios y de los santos con el corazón distraído y atender muy poco a las palabras sagradas. ¡Cuánta irreverencia supone estar pensando en dichos o hechos sin trascendencia allí donde, dejadas a un lado todas las preocupaciones, sólo conviene atender a las obras y arcanos divinos!



En esto se conoce el verdadero religioso interior: si se ocupa con fervor en las alabanzas de Dios, ni le agrada algo que no sea pensar o hacer las cosas que más agradan a Dios, y estar en comunión con los espíritus angélicos. Y esto es orar siempre, a saber: alabar, bendecir y glorificar a Dios de todo corazón, como dice David en el salmo: Yo bendeciré siempre al señor; su alabanza estará siempre en mi boca (Sal 33, 2).



Por tanto, quien está desganado o callado o ausente de las alabanzas de Dios, no es su amigo, ni ciudadano del cielo; porque los ángeles siempre están alabando a Dios, y entonan al unísono el santo, santo, santo, en alabanza a la Santísima Trinidad. Con razón se les llama también aves del cielo, porque con el sonido de sus alas nos invitan a cantar.



Entre todas las obras del alma fiel no hay ocupación tan fructuosa ni servidumbre tan grata a Dios como orar con frecuencia y devoción y alabar a Dios con todo el afecto del corazón.



¡Ay, pues, de aquellos que no arden en el amor divino, sino que se vuelven a ocupaciones ajenas y ni oran ni dejan orar a los demás, y donde deberían enmendarse de sus pecados, añaden otros a os ya cometidos! Tales son los que entran tarde en a iglesia y salen los primeros; lo que aman las misas cortad y se ejercitan en largas comilonas; los que se deleitan llenos de pasatiempos y diversiones y apenas dan debidamente las gracias a Dios por los beneficios: porque se gozan de alimentar más al cuerpo que al alma.



No obrará así el buen religioso consagrado al servicio de Dios; antes bien, consciente de todos los beneficios de Dios, que son infinitos, procure pernoctar con Jesús en la oración cantando himnos y salmos, ofreciendo las hostias sagradas, persistiendo en meditaciones devotas y levantando siempre su corazón hacia Dios.



CAPÍTULO 9

DE LA DISCRECIÓN QUE SE HA DE GUARDAR EN TODO EJERCICIO ESPIRITUAL



El siervo de Dios debe hacer las cosas bajo el control de la discreción. Trata, pues, de seguir un camino real, de modo que, ni demasiado condescendiente con la carne ni demasiado rígido por el fervor, te apartes del fin.



Si quieres guardar un orden estable de buen vivir, camina en medio de los extremos, de suerte que no pretendas por arrogancia cosas que están por encima de tus fuerzas, ni omitas por inercia cosas que puedes hacer cómodamente.



No te pide Dios la destrucción de tu cuerpo, sino el freno de tus vicios. No exige cosas imposibles, sino útiles para tu salvación. Da sanos consejos, provee lo necesario para la vida, para que uses bien del servicio del cuerpo para provecho del alma y en nada sobrepases la medida de la discreción.



Pues correr hoy y mañana estar rendido, no es aprovechar en el camino de Dios, sino confundirse uno a sí mismo e impedir el avance. Querer ahora no tener nada y mañana tomar lo superfluo, no es amar la pobres, sino fomentar la pasión. Rehusar ahora lo necesario y mañana buscar lo extraordinario, no es hacer abstinencia, sino excitar la gula. No querer ahora comer lo que te presentan y murmurar mañana de la falta de alimento, no es señal de alma abstinente, sino muestra de impaciencia. Leer o escribir tanto ahora que se siga dolor de cabeza, no es alimentar el alma, sino volverse impotente para otras buenas obras. Hoy no hablar palabra y mañana hacerse disoluto y quebrantar el silencio, no es tener celo del orden, sino escandalizar a muchos en el orden. Cantar hoy en voz tan alta que mañana no puedas hablar o apenas abrir la boca para cantar, no es alabar a Dios, sino perturbar a los otros en el coro. Todo aquello que excede la moderación y no guarda la discreción, no agrada a Dios ni suele durar mucho tiempo.



Es, pues, necesario en toda obra espiritual, para llevar a cabo debidamente la acción emprendida, que guardes la norma común y evites toda nota de singularidad, y que es las dudas y perplejidades sigas el consejo del superior; y con la medida de la discreción cumplas la obediencia sin engaño.



El poder estar siempre en el supremo grado de devoción no es propio de la fragilidad humana, y estar demasiado inclinado al exterior y agitado por lo terreno no es propio del aprovechamiento espiritual, sino pérdida de toda religiosidad.



Y si, por una gracia especial, hubieses sido visitado y embriagado de Dios, recuerda que eres hombre, no ángel; que llevas aún el peso de la carne, no la estola del alma; reconoce que te ha sido dada la gracia, que no ha nacido contigo.



Guárdate, por tanto, de querer saber más de lo que conviene saber; mezcla más bien el gozo con el temor, y no pretendas cosas demasiado elevadas, no sea que después, humillado, te veas envuelto en la desesperación.



Cuanto trabajes externamente y trates problemas necesarios, no te dejes absorber del todo por las cosas visibles; al contrario, elévate a Dios por la frecuente meditación. Piensa para qué son hechas y ejercidas estas cosas exteriores, porque deben ayudar al siervo de Dios más bien que estorbarle; en cuanto que, moderadas perfectamente las cosas terrenas, se tienda más fácilmente a las eternas e invisibles.



Mas, para poseer la virtud de la discreción en el obrar y el don de sabiduría en el descanso, lo conseguirás mejor orando devotamente y pidiéndolo a Dios humildemente que confiando en el propio esfuerzo y trabajo.



CAPÍTULO 10

ORACIÓN DE LA PERFECTA COMUMACIÓN DE LAS VIRTUDES



Señor, Padre Santísimo, que has hecho todas las cosas en número, peso y medida y quieres que toda criatura racional reconozca la sumisión que te es debida, y, sobre todo, que amas y buscas el servicio espontáneo en tus siervos; te ruega dirijas mis actos espontáneos según tu beneplácito, y doblega al imperio de tu eterna disposición los movimientos rebeldes de mi carne, y concédeme romper por entero con mi propia voluntad.



Ordena de tal manera todos mis afectos, que rechace desde el principio los malos, retenga fuertemente los buenos, ame los puros y aprenda a contemplarte sin imagen corpórea.



Modera de tal modo mis actividades terrenas y externas, que nunca me adhiera por completo a ellas, sino que siempre pueda volverme a mi interior y sin dificultad alguna ascender a las celestiales. Auméntame el deseo de las cosas eternas, el amor de as santas virtudes, el goce de las cosas celestiales, de suerte que tú, Señor Dios, tengas con ello mayor honra y yo reciba provecho saludable.



No me venga por tu visita el peso de la soberbia si me agite la peste de la vanagloria. No permitas verme engañado por Satanás, ni arrastrado por la falsa dulzura, ni apartado fuera de las comunidad por una devoción privada, ni destrozado por el ejercicio excesivo; sino concédeme hacerlo todo con discreción, no intentar nada sin un consejo oportuno, caminar pura y libremente en tu presencia con temor y reverencia, sin pasión y afecto de las cosas corruptibles.



Dame poseer un espíritu humilde y tranquilo; no ser nunca extrovertido e inmoderado; jamás adherirme a criatura alguna con afecto vicioso, sino conservar únicamente para tai mi corazón limpio y pacífico, para que, puesta siempre la mirada en el cielo y consagrado secretamente a ti, Dios mío, no me conmueva ninguna cosa visible, sino que permanezca siempre despreciador verdadero del mundo.



Otórgame llevar a cabo las cosas exteriores de tal manera que no supongan daño alguna a mi interior, sino que cualquier trabajo y obra emprendida en tu honor me sirva de ayuda y guía para dedicarme a ti con más libertad.



Todo lo que haga externamente o lo que pueda interiormente entender, concédeme hacerlo sencilla y puramente, para mayor gloria d tu nombre y por amor de tu voluntad santísima; y concédeme abandonarme prontamente en tus manos en toda cosa deseable o contraria a la naturaleza; soportar pacientemente el peso de la vida presente hasta que ordenes el término de mi vocación; y encomendarte fielmente mi cuerpo y alma a ti, mi Creador.



Acuérdate de mí, ¡oh Dios!, en la hora de la extrema necesidad, y obra misericordiosamente con tu siervo, pues no confío en mis méritos, sino tan sólo en tu piedad y misericordia infinitas.



CAPÍTULO 11

DEL AMOR DE DIOS Y DEL PRÓJIMO Y DEL ODIO DE LOS VICIOS



Dios es la felicidad del alma, y con ningún buen creado es feliz el alma, ni verdaderamente sabia, si no es amando a Dios sobre todas las cosas y despreciando de corazón las cosas que están por debajo de Dios. Por esto dice San Pablo: Todo lo tengo por estiércol con tal de gozar a Cristo (Fil 3, 8).



La caridad es virtud noble y nacida de Dios, que hace celeste y ajena al mundo del alma henchida de ella. La caridad odio los vicios, reprueba los placeres pecaminosos, persigue el mal y violenta la naturaleza para vencer lo que es contrario a Dios y a las virtudes.



Así como el agua y el fuego son contrarios, así no se avienen Dios y el amor del mundo. Cuanto más se vence uno a sí mismo y corrige sus fallos, tanto más crece en él el amor de Dios y se marchita y se apaga el afecto de la carne.



El que se comporta mal y no se duele de esto, sino que permanece incorregible, lesiona la caridad y disipa el bien de la paz.



No es apto para la concordia sino aquel que abandona sus malos costumbres, con que puede ofender a Dios y a los que habitan consigo. Si quieres tener la caridad de Dios y guardar la paz entre los hermanos, doblega tu propia voluntad y no hagas nada por soberbia, sino en todas las cosas humíllate y ti mismo.



El camino para alcanzar la caridad es descender por la humildad. Porque quien soberbiamente piensa de sí, se aparta muy lejos de la caridad.



Muchas veces se piensa que es caridad, y es más bien carnalidad. Beber vino con fruición y hablar con las mujeres es carnalidad. Comer opíparamente y vestirse pulcramente es carnalidad. Hablar mucho y obra poro es carnalidad. Casi nunca orar y andar frecuentemente de una parta para otra es carnalidad. Ser pronto para la mesa y tardo para la oración es carnalidad.



Demuestra tener verdadera caridad aquel que odio radicalmente la vanidad del mundo y huye del trato carnal. En efecto, la santa caridad no busca en los hombres el consuelo terreno, sino el provecho espiritual.



Piensa la caridad que el alma está hecha a imagen de Dios y rehúye, como nociva, la carne, que está inclinada al mal.



No debe decirse que hay caridad donde no hay celo de la justicia ni fervor de la disciplina.



Todo el que ama de verdad a Dios y al prójimo no debe disimular la injuria de Dios y el daño de las almas. La paz es buena con las virtudes; con los vicios, siempre mala.



Allí hay buen estado y paz en la casa donde se corrigen los defectos y se extirpan al punto los vicios.



CAPÍTULO 12

DE LA ABSTINENCIA Y CASTIAD



Una comida y bebida sobre es la salud del alma y del cuerpo. La escasez enseña a amar la pobreza.



Rara virtud: la continencia en medio de placeres. La abundancia en lo temporal es ocasión de disensiones y madre de todos los vicios.



Más segura está la caridad en la pobreza que en las muchas riquezas. La indigencia corporal es medicina del alma fiel.



El dolor del corazón impide la disipación, y el temor de Dios cierra los ojos altaneros. De la misma manera que la vista impúdica daña, así también el oír cosas deshonestas. Guárdese el alma santa de la cercanía de los cuerpos, porque la carne pronto afecta a la carne. Amar lo bello y apetecer lo suave no fomenta la virtud de la caridad. Mas el que abraza lo vil y amargo por la castidad, puede vencer más fácilmente la carne; pues cuanto más se reprime la carne, tanto más se eleva el espíritu.



Quien se aparta de todo contacto del cuerpo, recibirá en el alma la suavidad de la castidad.

Quien ama la soledad, estará más puro de las manchas de lo mundano.

Quien cree que su cuerpo es la cárcel del alma, no se ocupará en adornarlo ni exhibirlo, porque en seguida se convertirá en lodo y hedor. Considerar el exterior del hombre y gloriarse de la belleza o fortaleza es cosa vana y viciosa.



Los santos vivieron en mucha abstinencia y disciplina del cuerpo, y, en vez de la presente aflicción, recibieron el consuelo del Espíritu Santo. No es digno de ser consolado por Dios quien se deleita en los bienes transitorios y se apenas por la escasez de ellos.



Quien sufre con paciencia el trabajo y el dolor en servicio de Cristo, recibirá gran recompensa aún por lo más mínimo que haya sufrido.

La castidad tiene muchos impugnadores, pero quienes se humillan de verdad y buscan solícitamente su ayuda en Dios y protegen con cautela sus sentidos, obtendrán la victoria, siguiendo a Cristo por caudillo.



CAPÍTULO 13

DE LA ÚTIL MEITACIÓN DE LA VIDA Y PASIÓN DE CRISTO





El primer ejercicio y el consuelo más suave que se puede tener en esta vida es la vida y pasión de nuestro Señor Jesucristo; porque tanto en el vida activa como en la contemplativa enseña perfectísimamente al hombre, sin error y sin muchos argumentos, lo que en las otras ciencias rara vez se encuentra. Así, pues, el camino más firme y seguro para la perfección e iluminación de la mente y para llegar a la vida eterna es conformarse con el Hijo de Dios en todas sus virtudes y costumbres.

Aprende, pues, a dirigir y ordenar todos tus ejercicios a su amor y honra, y a mirar a Jesús como presente en todo tiempo y lugar, y con mucha reverencia y singular devoción inclina humildemente la cabeza al oír y pronunciar su dulcísimo nombre; dobla la rodilla, y con todos los ángeles y arcángeles y con toda la compañía de los santos adora, bendice y alaba su majestad y su divinidad.



Que Cristo habite en tu corazón por la fe y la caridad significa esto: no apartar nunca de su imagen los ojos de la mente, tender siempre hacia su beneplácito y no anteponer nada a su amor. Todo lo bueno que oigas, digas o hagas, dirígelo a Él totalmente y en última instancia, pues es la fuente de vida, de sabiduría y de disciplina, para quien no se pierde el menor pensamiento tenido en su memoria ni será en vano cualquier oración dirigida a Él con gemidos.



Confórmate, por tanto, con la vida santísima de Jesús, imitando en este mundo, según tus fuerzas, su pobreza, humildad, paciencia y desprecio. Piensa de qué modo trabajó por ti desde el comienza de su santo nacimiento hasta su muerte en la cruz, de qué modo sufrió por ti y se gastó par ti, lo cual ningún ángel ni santo ha hecho; de suerte que con razón ha de ser amado Jesús sobre todas las cosas y alabado ininterrumpidamente.



Esto tuvo valora para San Pablo sobre toda sabiduría y doctrina: pensar en Jesucristo, y en Jesucristo crucificado. Y aunque había aprendido o leído muchas cosas, sin embargo, nada las tuvo ante la grandeza de la pasión y de la caridad de Cristo, que es tan inmensa, que ninguna criatura puede dar las debidas gracias a Dios por el más mínimo detalle. Y por esto, pospuestas todas las cosas del mundo y domeñadas las pasiones de la carne, decía igualmente, llenota de Dios: Para mí la vida es Cristo, y la muerte, ganancia (Fil. 1, 21). ¡OH dulce y saludable palabra, que nunca debería ser entregada al olvido! ¡Qué feliz y santa el alma que puede decir esto, para quien Cristo e todo lo que vive, lo que sabe, lo que hace, lo que entiende, lo que cree, lo que espera, lo que ama, lo que piensa, lo que habla, lo bueno que obra!



Verdadera y dichosamente vive aquel para quien Cristo es todo en todo y amago singularmente sobre todo; que permanece en Cristo más que en sí mismo; no sintiendo nada de sí mismo, sino descansando en Cristo dulce y gozosamente. Vivir así es vivir para Cristo, y esto es morir a sí mismo y desfallecer y ganar al máximo, porque esto es perder la muerte y hallar la vida eterna en Cristo Jesús, Señor nuestro.



Tal alma, aunque aún esté en el mundo y cubierta por la nube de la carne y oprimida por diversas molestias, sin embargo, con la mente habita arriba, en el cielo, donde cristo está sentado a la diestra del Padre. Hacia el cual suspira cada día y tiende ávidamente y no deja de esforzarse y orar hasta que lo posea.



CAPÍTULO 14

DEL RECUERDO Y LA INVOCACIÓN A LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARIA



Conviene evocar en todas las cosas la memoria de la gloriosísima Virgen María, Madre bendita de Jesús, a cuyos méritos y ruegos te debes encomendar cada día y recurrir a ella en todas las necesidades como acude a su querida madre el hijo cubierto de llagas. Pues el dulce nombre de María da confianza al que la invoca y la llama. Y ella está dispuesta a decir cosas buenas a su hijos Jesús a favor del alma atribulada y miserable.



Si María, con los santos en el cielo, no rogara diariamente por el mundo, ¿cómo podría permanecer aún el mundo, que tanto ofende a Dios con tan graves pecados y tan poca enmienda?



María, pues, ha de ser invocada por todos los cristianos: por los justos y los pecadores, y principalmente por los religiosos y personas consagradas, que tienen el propósito de la continencia y por medio de santos deseos suspiran por las cosas del cielo y nada quieren tener ni obrar con el mundo.



Mas ¿qué se ha de pedir? Pide, en primer lugar, el perdón de tus pecados; después, la virtud de la continencia y humildad, que es un don muy grato a Dios, para que siempre aparezcas humilde en presencia de Dios y desees ser tomado por vil y miserable y no te gloríes de ningún bien, no vayas a perder todo lo que pareces tener. Lamenta estar tan lejos de las verdaderas virtudes, de la humildad profunda, de la santa pobreza, de la perfecta obediencia, de la purísima castidad, de la oración devotísima, de la ferviente caridad, que todas estas cosas estuvieron plenísimamente en María, la Madre de Dios.

Por tanto, arrójate a sus pies como pobre mendiga para que al menos adquieras el mínimo grado de estas virtudes, ya que por tu desidia no puedes subir al máximo. Cualquier cosa que desees, pídelo humildemente por manos de la bienaventurada María, porque con sus gloriosos méritos son ayudados los que están en el purgatorio y en la tierra.



Gran gracia, gran gloria la suya en Jesús, su Salvador, sobre todos los santos en el cielo; pero todo para nosotros que vivimos en el mundo.

Confíate, pues, con seguridad a la fidelidad de aquella cuyas oraciones son escuchadas por Dios, no pidiendo, sin embargo, ni buscando otra cosa sino lo que agrada a ella y a su amado Hijo y conviene a su salvación, como saben ellos mejor.



Rogar por los pecadores y conservar el corazón en la humildad agrada mucho a Dios y a la bienaventurada Virgen. Pues ella se glorió ante Dios únicamente de la humildad, y de lo demás nada dijo; y, a pesar de la gracia que tuvo, no se apartó de la humildad. Ruegue, pues, por nosotros piadosamente la Virgen María para que seamos dignos de la gracia de Dios.



CAPÍTULO 15

DE LA AYUDA DE LOS SANTOS QUE SE HA DE PEDIR CON INSISTENCIA



No te olvides tampoco de pedir insistentemente la ayuda de los santos que reinan con Cristo, porque, como ves, moras en un valle de lágrimas y vives cada día entre enemigos, y aún peregrinas lejos de Dios.

Procura, pues, en el tiempo de tu peregrinación, tener amistad con los santos y amigos de Dios, tener con ellos especial familiaridad y desviarse del conocimiento de los hombres y de las conversaciones inútiles.



Es para ti mejor la oración de un solo santo que la prolongada locuacidad de los hombres en grandes banquetes y carcajadas.



Tiene el justo un gozo interno que no percibe el hombre animal, ávido de lo terreno. Si amas la pobreza y sencillez, frecuentemente te hará compañía Jesús con los santos ángeles. Y si no visiblemente, sí al menos te consolará invisible y ocultamente en las Escrituras.



Dichos el que busca sus esparcimientos no en los hombres, sino en las Sagradas Letras y en las súplicas devotas para vivir bien y amar las osas de arriba, como hicieron los santos, despreciando las visibles.



Como es cada uno, tales amigos ama; el devoto busca al devoto, el casto al casto, el santo al santo, el vago al vago, el disoluto al disoluto. Si, pues, deseas reinar en el cielo con los santos, es necesario que sufras por Dios y que seas humillado en el mundo con los santos, porque poco aprovecha honrar a los santos con los labios y oponerse a ellos con las costumbres.



Si quieres agradar a Dios y a los santos, somete la carne, doblega la propia voluntad, lucha contra los vicios, trabaja por adquirir las virtudes consulta la vida de los santos, lee su doctrina, para ser santo con los santos, instruido por los santos, ayudado por los santos, escuchado por los santos, coronado con los santos.



Agrada a los santos el constante gemido hacia el cielo, el dolor de los pecados, el silencio de la boca, el firme propósito de enmienda, el deseo de adelantar, la paciencia en las adversidades, la acción de gracias por los beneficios recibidos.



Deleita también a los santos el canto devoto, la prontitud en las vigilias, la alabanza de la salmodia, la confesión de los pecados, el pedir perdón, la celebración de la Misa, las lágrimas en las oraciones y toda la observancia d la disciplina regular.



El que se entorpece y se aparta de estos bienes pierde la gracia de la devoción, no es grato a Dios ni querido por los ángeles, sino contrario a Dios y a todos los santos; pues quien es de Dios, oye las palabras de Dios, lee escribe con gusto las palabras de Dios; de buena gana vigila y ora; con gusto se abstiene y trabaja; de buena gana calla y se dedica a Dios; con gusto está en la celda y en la iglesia, invocando a uno u otro santo y pidiendo de rodillas la gracia para vencer las pasiones, para resistir a las tentaciones con las que es fuertemente impugnado, para que con sus devotas súplicas permanezca devoto, y después de la agonía de esta vida, llegue a la mansión del eterno descanso, donde todos los santos reinan felizmente con Cristo.



No será vana ciertamente la súplica a los santos, que se ofrece para su honor con piadosas intención. Pues los que con tanta solicitud rogaron por sus enemigos cuando eran oprimidos por ellos, cuánto más a gusto rogarán ahora por sus devotos, para que puedan pronto unirse a ellos con los gozos celestiales, aquellos que ven trabajar cada día en el servicio de Dios y orar a Cristo con muchos suspiros y lágrimas por la vida eternal



Da gran confianza el rogar a los santos, porque durante mucho tiempo fueron hombres mortales pecadores, arrastrados y oprimidos durante mucho tiempo por diversas pasiones, pero por la piedad y misericordia de dios liberados y justificados, dan ahora las máximas gracias a Cristo por todos los males que lograron superar, alegres en la eterna bienaventuranza que merecieron recibir con la ayuda de la divina gracia.



CAPÍTULO 16

DEL DESEO DEL REINO CELESTIAL



El único y singular deseo de los santos en esta vida fue no tener nada común con este siglo, sino, por el desprecio de las cosas terrenas, tender siempre a la presenci8a de Cristo y al consocio de los ángeles. Por esto también San Pablo, amador vehemente de Cristo, despreciaba perfectamente todo lo terreno, y, desfalleciendo por las cosas celestiales, decía: Deseo morir para estar con Cristo (Fil 1, 23). No es éste el deseo de todos, sino de los perfectos, que pueden decir: Somos ciudadanos del cielo (Fil 3, 20); pues muy pocos se hayan tan desprendidos que pongan todo su afecto en las cosas eternas y no ambicionen las riquezas y honores terrenos.



Más quienes, inflamados por el amor de Dios, se gozan en la pobreza y en el desprecio de sí e inclinan su corazón a la humildad y se reprenden incluso duramente por las pequeñas negligencias; quienes toman lo necesario para la vida con sobriedad y con temor y quieren más bien menos que más, éstos son los verdaderos despreciadores del mundo y los amigos de Dios que corren apresuradamente hacia la patria, preparados a salir del cuerpo y llegar pronto hasta Cristo, no teniendo cosa alguna que pueda retenerlos con delectación en el siglo.



Dichosa el alma que tiene tal ambición y de día en día añade fervor a su fervor, no dejando de orar y clamar a Cristo hasta que se le abra la puerta del cielo y entre en el reino de Dios prometido a todos los fieles.



¡Oh feliz patria, donde hay alegría perenne, paz suma, conocimiento transparente de Dios, caridad perfecta y felicidad consumada! Allí es mejor un solo día que aquí un millón; porque allí ninguna miseria; aquí, mucha, rara vez paz, conocimiento pequeño.



¿Qué pueden decir los miserables de la felicidad eterna, qué saben captar los mortales de la eternidad verdadera y de la vida sempiterna, si no es bajo una cierta oscuridad y cubierta por el velo de las Escrituras?



Gima, pues, el alma fiel, rodeada de las tinieblas del mundo, hacia la compañía de la patria celestial, elevando sin cesara los ojos de la mente allí donde Cristo está en la gloria del Padre, reinando por los siglos eternos. Amén.



(Apédice del libro LA VIDA RELIGIOSA por Antonio Royo Marín, O. P. La a.C., Madrid 1.968)